EL DÍA DESPUÉS
Ahora que corren malos tiempos y no solo para la
lírica; ahora que empezamos a valorar (siempre ocurre) aquellas cosas pequeñas
que no podemos tener en estos momentos, como observar el crepúsculo desde
nuestro banco favorito, compartir risas por las avenidas, cruzarnos con
conocidos y extraños por las aceras, acercarnos a la orilla de una playa o,
simplemente, darnos un paseo lento camino de la compra del pan; ahora que
vuelve a escucharse el canto de los pájaros a mediodía en la ciudad desierta de
sonrisas infantiles y de estridentes sonidos de coches y quehaceres banales;
ahora que todos sentimos miedo por lo que pueda acontecer con familiares y
conocidos. Ahora que tenemos mucho tiempo para pensar en cómo nos tomamos la
vida, en sus valores reales y en lo que es verdaderamente importante para cada
uno de nosotros como individuos y para el conjunto de la comunidad y sociedad
en la que vivimos. Ahora cabe también pensar en el día después.
Pasará la tormenta de arena y llegará de nuevo la calma.
Algunos se habrán quedado en esa tormenta. Unos porque habrán partido para
siempre; otros, porque no sabrán salir de la arena.
Cabe pensar a quienes gobiernan y deciden cuál es el
valor de aquello que deben administrar, cómo deben apoyar y defender los
servicios públicos necesarios y protegerlos de especulaciones con egoístas
intereses. Y, todos, debemos pensar que somos, al mismo tiempo, un universo en
nosotros mismos y una gota de agua de un río, igual de valiosas todas, dependiente
de todas las demás y necesaria a la vez para todas ellas. A algunas de esas
gotas les hemos asignado el nombre y rol de refugiadas, de indigentes, de
vulnerables, de menospreciadas. Hemos dibujado fronteras que pretenden
distinguir inútilmente unas gotas de otras. Nos han enseñado (la culpa es tanto
de quien enseña como de quien está dispuesto a aprender) que tiene más valor
quien viste sedas que quien no tiene con qué abrigarse, a apreciar más a
pequeños, medianos y grandes dirigentes y administradores que a quien nos cuida
en un hospital, a quien nos enseña en una escuela, a quien barre nuestras
calles o a quien cultiva los tomates que vestirán luego nuestras mesas.
Vivimos
en la sociedad de la inmediatez y del olvido temprano y, me temo, que cuando
haya pasado la tormenta, poco a poco, olvidaremos esa sensación que ahora nos
embarga por no disfrutar de aquellas cosas pequeñas. Ojalá me equivoque y se
haga realidad lo que decía Murakami: «Y cuando la tormenta de arena haya
pasado, tú no comprenderás cómo has logrado cruzarla con vida. ¡No! Ni siquiera
estarás seguro de que la tormenta haya cesado de verdad. Pero una cosa sí
quedará clara. Y es que la persona que surja de la tormenta no será la misma
persona que penetró en ella. Y ahí estriba el significado de la tormenta de
arena.»
Quedo
contemplando desde mi ventana el amanecer de un nuevo día, pensando, sobre
todo, en aquellas personas que no tienen un techo donde refugiarse en estas
condiciones, en los que tienen demasiado y solitario techo y en todas y cada
una de las gotas de agua de este río. Y, como si de un péndulo se tratase, ‘voy
de mi corazón a mis asuntos’ como decía don Antonio, con Murakami acompañándome
de nuevo al dormitorio que supo de estos pensamientos y me animó a levantarme y
trasladarlos al papel.
«Cierro
el libro, permanezco unos instantes contemplando hacia fuera el paisaje. Luego
sin darme cuenta, vuelvo a quedarme dormido.»
Alfonso Pedro. Huelva, 19 de marzo de 2020.
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