jueves, 19 de marzo de 2020

EL DÍA DESPUÉS



EL DÍA DESPUÉS

Ahora que corren malos tiempos y no solo para la lírica; ahora que empezamos a valorar (siempre ocurre) aquellas cosas pequeñas que no podemos tener en estos momentos, como observar el crepúsculo desde nuestro banco favorito, compartir risas por las avenidas, cruzarnos con conocidos y extraños por las aceras, acercarnos a la orilla de una playa o, simplemente, darnos un paseo lento camino de la compra del pan; ahora que vuelve a escucharse el canto de los pájaros a mediodía en la ciudad desierta de sonrisas infantiles y de estridentes sonidos de coches y quehaceres banales; ahora que todos sentimos miedo por lo que pueda acontecer con familiares y conocidos. Ahora que tenemos mucho tiempo para pensar en cómo nos tomamos la vida, en sus valores reales y en lo que es verdaderamente importante para cada uno de nosotros como individuos y para el conjunto de la comunidad y sociedad en la que vivimos. Ahora cabe también pensar en el día después.
Pasará la tormenta de arena y llegará de nuevo la calma. Algunos se habrán quedado en esa tormenta. Unos porque habrán partido para siempre; otros, porque no sabrán salir de la arena.
Cabe pensar a quienes gobiernan y deciden cuál es el valor de aquello que deben administrar, cómo deben apoyar y defender los servicios públicos necesarios y protegerlos de especulaciones con egoístas intereses. Y, todos, debemos pensar que somos, al mismo tiempo, un universo en nosotros mismos y una gota de agua de un río, igual de valiosas todas, dependiente de todas las demás y necesaria a la vez para todas ellas. A algunas de esas gotas les hemos asignado el nombre y rol de refugiadas, de indigentes, de vulnerables, de menospreciadas. Hemos dibujado fronteras que pretenden distinguir inútilmente unas gotas de otras. Nos han enseñado (la culpa es tanto de quien enseña como de quien está dispuesto a aprender) que tiene más valor quien viste sedas que quien no tiene con qué abrigarse, a apreciar más a pequeños, medianos y grandes dirigentes y administradores que a quien nos cuida en un hospital, a quien nos enseña en una escuela, a quien barre nuestras calles o a quien cultiva los tomates que vestirán luego nuestras mesas.
Vivimos en la sociedad de la inmediatez y del olvido temprano y, me temo, que cuando haya pasado la tormenta, poco a poco, olvidaremos esa sensación que ahora nos embarga por no disfrutar de aquellas cosas pequeñas. Ojalá me equivoque y se haga realidad lo que decía Murakami: «Y cuando la tormenta de arena haya pasado, tú no comprenderás cómo has logrado cruzarla con vida. ¡No! Ni siquiera estarás seguro de que la tormenta haya cesado de verdad. Pero una cosa sí quedará clara. Y es que la persona que surja de la tormenta no será la misma persona que penetró en ella. Y ahí estriba el significado de la tormenta de arena.»
Quedo contemplando desde mi ventana el amanecer de un nuevo día, pensando, sobre todo, en aquellas personas que no tienen un techo donde refugiarse en estas condiciones, en los que tienen demasiado y solitario techo y en todas y cada una de las gotas de agua de este río. Y, como si de un péndulo se tratase, ‘voy de mi corazón a mis asuntos’ como decía don Antonio, con Murakami acompañándome de nuevo al dormitorio que supo de estos pensamientos y me animó a levantarme y trasladarlos al papel.
«Cierro el libro, permanezco unos instantes contemplando hacia fuera el paisaje. Luego sin darme cuenta, vuelvo a quedarme dormido.»

Alfonso Pedro. Huelva, 19 de marzo de 2020.

DIME TÚ, YACO






 DIME TÚ, YACO

Dime, Yaco,
tú y yo… ¿qué somos?
Tú, tan perro; yo, tan humano.
No podemos ser familia,
que no hay parentela entre ambos,
¡y yo sintiéndote tan hermano!
Quizás ni siquiera amigos,
tanto que te llamo,
¡y yo sintiéndote tan cercano!
¿Amo? ¿dueño?
No, yo no soy tu dueño
y tampoco soy tu amo,
que sólo te utilizo la palabra amo
como valor, como verbo.
¿Qué seremos entonces tú y yo
que no podemos ser lo mismo,
ni ser amigos ni ser hermanos?
Sin embargo ¡eres tan mío y soy yo tan tuyo!
Tú que me destilas amor
y lo recibes cual espejo claro,
tú que me hablas con miradas
y me entiendes con silencios,
con breves sonidos cómplices,
con caricias y sueños livianos.
Siempre recibes mi llegada
cual brocal enamorado
y, de paseo por la plaza,
te vuelves fiel pretil
cual protector abogado,
que no sé muy bien
quién lleva a quién,
quién cuida a quién.
Dime, Yaco,
tú y yo… ¿qué somos?
que nada somos
y tanto nos rozamos.

 








ELEGÍA A MIGUEL HERNÁNDEZ



ELEGÍA A MIGUEL HERNÁNDEZ
(Poeta del pueblo y de los tiempos)

Se apagaron de pronto
todos los versos;
todas las emociones,
todos los besos.
Hasta el silencio
se hizo dueño en el tiempo
de sus anhelos.

Una mujer morena
tras de las rejas
viste de luto y pena,
sin más conciencia,
sin más creencia
que ver muerto al esposo,
a su poeta.

Un veintiocho de marzo,
treinta y un años;
un hijo ya en la tumba,
el otro llorando,
que succionando
solo saca del pecho
leche de llanto.

Nació carne de campo
y carne se hizo
de los más bellos versos,
de la palabra,
del grito entero,
de los más altos vuelos
de los silencios.

Fue voz en las trincheras,
gran voz de aliento
que al alma de los suyos
fuera alimento,
fuera cimiento
contra toda barbarie
con lucha dentro.

El tiempo le hizo honor
sin desconsuelo;
el tiempo hizo a Miguel
surcar su vuelo
en sus hermanos,
poetas de otros tiempos
y mismo sueño.