CUANDO SANGRA
EL COBRE.
Capítulo 1.
El sonido sordo de aquel barreno sobresaltó a Cristóbal.
Dejó de comer de inmediato, fijó su mirada en el movimiento que el agua hacía
en su vaso a consecuencia de la sacudida, cruzó la mirada con su madre y salió
a la calle. Sabía lo que aquello significaba.
En la calle
ya se arremolinaban las vecinas lamentándose de semejante detonación y de las
consecuencias que en humildes cristalerías y otros enseres había causado el
previo temblor de la tierra.
-
Mira
lo que ha quedado de la jarra -se quejaba una de ellas con una simple asa en la
mano.
-
No
hay derecho, siempre igual -protestaba otra.
-
Mañana
mismo voy a dar parte a la Compañía. A ver si en esta ocasión tengo más suerte
y me pagan algo -seguía diciendo la primera, refiriéndose a la empresa que
explotaba la mina y a la que todos se referían en la comarca por ese nombre.
-
Que
tengas más suerte que yo, porque hace quince días me quedé con la mitad de los
vasos y me dijeron que fuera más inteligente y los comprara de plástico. No me
dieron ni los buenos días -terció otra.
-
Pues
la jarra me costó un dinero y no tiene ni dos años.
Aunque en
aquella ocasión no había sonado la sirena que alertaba de que se hubiera
producido un accidente en la mina, Cristóbal pasó entre ellas y se dirigió dos
calles más allá de la suya, a las afueras de la barriada donde vivía, para
observar el Cerro Salomón (o Colorado, como lo denominaban por su color
rojizo), zona en la que se habían intensificado los trabajos mineros desde que
era más económico y sencillo extraer el cobre allí que de la Corta Atalaya,
diezmada después de cinco mil años de dentelladas a la tierra.
La nube de
polvo provocada por el detonación era mayor de lo habitual y no presagiaba nada
bueno. Su padre, barrenero de profesión, estaba en el turno de tarde. Él, a sus
25 años, llevaba ya casi diez trabajando en la empresa. Primero como chico de
los recados, luego en la cuadrilla de limpieza, más tarde como carretillero,
llenando a paladas las vagonetas en las profundidades de Corta Atalaya para que
fueran conducidas por los raíles al exterior. Desde hacía unos meses, como
ayudante de maquinista de malacate, aquellas jaulas elevadoras que se
encargaban de bajar a las profundidades de la mina a las cuadrillas y,
terminado el turno, devolver a la superficie al grupo de hombres cubiertos de
negro polvo. Ese día le tocaba el turno de noche.
-
Éste
ha sido de los gordos, eh -le dijo un minero ya jubilado que se acercó al mismo
sitio.
-
Demasiado
-le respondió Cristóbal.
-
¿Tu
padre está en el tajo? -preguntó al muchacho.
-
Sí,
tiene el turno de tarde y acaba de entrar a trabajar.
-
¡Uf!
-fue la única pero significativa expresión que oyó decir al vecino mientras
volvía precipitadamente a su casa.
-
Madre,
me voy. No me ha gustado lo que he visto y no estoy tranquilo.
Su madre,
que había convivido desde pequeña con situaciones así, no aguantó el pulso para
seguir llenando de humilde potaje el plato de los dos hermanos pequeños.
-
Yo
me voy contigo -dijo la mujer.
-
No,
madre. No espero, me voy corriendo. Usted quédese aquí con mis hermanos. Si
todo está bien, volveré aún más diligente; si no... -hizo una pausa para tragar
saliva y salió dejando a su madre con los ojos abiertos de par en par y la
expresión de miedo en la cara.
-
¿Qué
ocurre, madre? -preguntó la hija pequeña.
-
Nada,
hija. Tu hermano va a llevarle el talego a tu padre, que se lo ha dejado aquí
-mintió a la hija, refiriéndose a la bolsa donde los mineros solían llevar la
comida cuando iban al trabajo.
-
Pero
si el talego lo llevaba padre, que lo he visto yo -intervino el hijo menor.
-
Te
habrás equivocado, Tomás -contestó nerviosa la madre mientras terminaba, a
duras penas, de servirles el almuerzo.
-
Que
no, que estoy seguro. ¡Si me dijo que nos traería algo de vuelta a Carmencita y
a mí como todos los días!
-
Te
digo que te has equivocado, Tomás. Seguid comiendo y cuida de Carmencita cuando
terminéis. Yo he de asomarme a ver si la nube de polvo ha ensuciado la ropa que
tendí esta mañana. Y no se os ocurra abrir el mueble de los vasos. Con
semejante vibración, no me fío de que alguno se haya hecho añicos y se os
caigan encima los cristales.
Cuando la madre
salió fue la niña la que hizo una observación.
-
Madre
no tiene ropa tendida. Hace un rato fui con ella para ayudarla a recoger la que
había.
-
Tengo
miedo, Carmencita. ¿Habrá pasado algo a padre? -dijo el niño.
Mientras,
Cristóbal llegó casi sin resuello a las inmediaciones del Cerro Colorado. Un
coche de la empresa -prácticamente de los únicos que se veían en aquella época
por el pueblo- pasó cerca suya haciendo sonar repetidamente el claxon.
Al acercarse
a la zona donde tuvo lugar la explosión, un minero que volvía del lugar, donde
se había juntado un grupo de trabajadores y el coche de la empresa se había
detenido, lo vio.
-
Cristóbal
¿qué haces aquí?
-
Mi
padre -resoplaba el muchacho-. Tiene el turno de tarde.
-
Tranquilo,
muchacho. Ven conmigo -le dijo nuevamente tomándolo del brazo.
-
He
de ir a ver a mi padre. ¿Lo ha visto usted?
-
Ven
conmigo, tranquilo, ven conmigo.
El hombre
tuvo que sujetar a Cristóbal, decidido a acercarse donde el grupo.
-
Suélteme
usted. Ha pasado algo ¿verdad?
-
Tu
padre está bien, no te preocupes.
-
Entonces
¿por qué no me suelta usted y deja que lo compruebe por mí mismo?
-
Es
mejor que te quedes aquí, muchacho. Tu padre tiene unos rasguños. Nada más.
Cristóbal
logró zafarse y llegó donde el grupo de mineros se afanaba por quitar piedras
para que el vehículo pudiera maniobrar y dar media vuelta. Dentro pudo ver a su
padre tendido en el asiento trasero.
-
¡Padre!
-gritó tratando de abrir la puerta del vehículo.
-
¿Tú
eres el hijo? -preguntó el conductor.
-
Sí,
es el hijo -respondió el otro ocupante del vehículo, al que Cristóbal conocía
bien porque, además de ser del pueblo, trabajaba como topiquero en la mina.
-
¿Qué
tiene? ¿Cómo está? ¿Dónde lo llevan? -preguntaba un nervioso Cristóbal.
-
Vamos
a llevarlo al hospital. No sé muy bien aún cómo está. Ha perdido el sentido,
pero no se le observa ningún golpe en la cabeza.
-
¿Y
esa sangre? -preguntó el hijo.
-
Algo
ha debido darle en la pierna. No puedo decirte nada más. Vamos a llevarlo al
hospital y allí que lo examinen.
-
¿Puedo
ir con ustedes?
-
Móntate
detrás, pero ni se te ocurra tocarle la pierna derecha. Y cuidado con moverle
la cabeza demasiado.
-
Que
alguien avise a mi madre, por favor -pidió al grupo de mineros mientras
acomodaba con cuidado la cabeza de su padre sobre sus piernas.
El hospital
era también propiedad de la Compañía, como todo el pueblo y la mayor parte de
la comarca. Médicos, enfermeros y demás personal de éste, asalariados de la
misma. Los avances médicos no eran una seña de identidad en aquella
época del centro. Quirófanos con escaso y anticuado material, escasez de
recursos humanos con suficientes conocimientos quirúrgicos y, por si fuera poco, hacinamiento de enfermos
con las más variadas dolencias en las dos únicas salas habidas, una por cada
sexo.
Cuando el
vehículo se detuvo, alertados por los incesantes bocinazos que anunciaban su
llegada, cuatro hombres con batas blancas esperaban para atender la urgencia
con una vieja camilla de mano. Sacaron al herido y lo metieron, a toda prisa,
en la sala de curas.
Ya había
llegado Matilde, la madre, cuando el médico salió a hablar con la familia.
-
Doctor
¿cómo está mi marido?
-
Ya
ha recuperado la conciencia, aunque sigue muy mareado.
-
¡Menos
mal! ¡Gracias a Dios! ¡Gracias, doctor!
-
¿Y
la pierna? -preguntó el hijo.
-
La
pierna es otro cantar. Está en mal estado -respondió el médico.
-
¿La
pierna? ¿Qué le ocurre en la pierna? -preguntó Matilde.
-
Algo,
posiblemente alguna piedra, ha impactado en ella. Tiene una fractura abierta y
un fuerte desgarro muscular.
-
¿Qué
significa eso, señor? -volvió a preguntar ella.
-
El
hueso, señora. El hueso se ha roto y ha atravesado músculo y piel.
-
¿Eso
se arregla? -dijo una asustada Matilde.
-
Tiene
mala espina, señora. Vamos a hacer lo que podamos.
La
compostura de aquella pierna no había sido fácil al grupo de abnegados médicos
y enfermeros, pero lograron recomponerla de la manera más digna posible a su
alcance.
Matilde no
se movería de aquella sala de grandes ventanales que llegaban hasta el suelo
sino para ir a rezar a la cercana ermita de Santa Bárbara acompañada de
Mercedes, la novia de su hijo.
Al final
todo fue inútil. Dos días después de la intervención, una septicemia amenazaba
con gangrenar la pierna y todo el cuerpo de Serafín. No hubo más remedio que,
para salvarle la vida, amputarle el miembro.
Serafín
entró en el hospital dolorido de cuerpo. Ahora, al físico se unía el dolor
anímico. Y no sólo por la pérdida del miembro, que lo dejaría postrado, sino
por la imposibilidad, a partir de entonces, de trabajar. Sabía que le darían
una mísera indemnización y una jubilación incierta, pero escasa. Impotencia, frustración y agobio se unían en
aquella persona que sólo alcanzaba a sollozar y lamentar su desgracia.
Su mujer
trataba inútilmente de consolarlo.
-
De todo
se sale, Serafín. Ahora debes descansar e intentar recuperarte. Tu familia te
quiere y necesita recuperado -le decía una y otra vez.
-
Mi
familia me necesita como ya no podré estar -respondía él.
Matilde no encontraba palabras para
combatir la angustia de su marido. La suya la desahogaba con su hijo Cristóbal
y Mercedes.
-
¿Qué
va a ser de él ahora? A sus 52 años ¿dónde va a trabajar este desgraciado con
una pierna menos? -se lamentaba su esposa.
-
Ya
saldremos adelante, madre -comentaba un afectado hijo.
-
Son
cinco bocas que alimentar y ahora dependeremos de tu sueldo y la poca pensión
que le quede a tu padre. ¿Por qué nos ha castigado así el Señor? ¿Qué malo
hemos hecho nosotros para que nos mandes esto, Dios mío? -volvía a lamentarse
Matilde.
-
El
señor que nos ha castigado no es el que usted piensa, madre -respondió el hijo.
-
No
hables así, Cristóbal. Pueden escucharte. Además, ¿qué ser humano iba a querer
que ocurriera esto a tu padre?
-
Ninguno,
supongo. Otra cosa es que haya seres más o menos humanos que no pongan los
medios necesarios para que accidentes así no sigan ocurriendo cada cierto
tiempo en Riotinto.
Después de
la amputación y tras unos días de recuperación, Serafín volvió por fin a su
casa. La Compañía “se dignó” en poner un coche a su disposición para llevarlo.
En la calle los vecinos esperaban con alegría y resignación a un tiempo su
llegada.
-
Serafín,
bienvenido de nuevo a casa -dijo un vecino que fue el primero en acudir a
ayudar para que bajara del coche.
-
¿Cómo
te encuentras, Serafín? -preguntó otro mientras le ponía la mano en el hombro
en actitud de apoyo.
-
Ya
ves cómo me encuentro. ¿Qué te puedo decir, Manuel? -contestó Serafín.
-
Yo
te veo muy bien -dijo una vecina.
-
Y
yo -dijo otra.
-
Gracias
a todos, gracias, de verdad. Y gracias por cuidar de los pequeños mientras yo
estaba en el hospital y mi mujer atendiéndome. Mi hijo Cristóbal me ha dicho
que os habéis volcado todos. Muchas gracias de corazón.
-
¡Qué
menos! Hoy por ti, mañana por mí -dijo la vecina que había intervenido antes.
-
Ahora
a descansar -intervino de nuevo Manuel.
-
Sí,
Manuel. A partir de ahora voy a descansar mucho. Más de la cuenta. Voy a
descansar todo el tiempo -se quejó Serafín.
Nadie
encontró respuesta para comentario tan tajante. Ya con Serafín dentro de la
casa, continuaba oyéndose el cuchicheo de los vecinos. Lamentos, intentos de
darse ánimos mutuamente y alguna queja amarga hacia la Compañía.
Tomás no se
apartaba del lado de su padre desde que se había bajado del coche. Por su
parte, Carmencita no dejaba de mirar el hueco que había dejado aquella pierna
amputada. Cristóbal, mientras sujetaba a su padre aún manteniéndose en su ya
único pie, intentó distraer la atención de su hermana pequeña. Matilde se
apresuró a preparar la cama para que su marido se acostara.
-
Demasiado
tiempo llevo acostado ya, mujer -dijo Serafín.
-
¿Mejor
en el sillón? -preguntó ella.
-
Lo
prefiero, sí.
Aquel sillón
de mimbre iba a ser su espacio habitual a partir de entonces. Sentado en él, cuando
sonaba el barreno de las tres, creería sentir cada día el dolor del impacto de
aquella piedra en su pierna. Notaría la sangre manar bajo su rodilla y se vería
a sí mismo tirado en la tierra, aturdido y con manos encima suya apartando
cascotes y tierra.
Serafín era
un hombre de mediana estatura y delgado a la fuerza por la ausencia de comida.
De carácter afable, siempre con una sonrisa en la boca para con sus vecinos, al
igual que la mayoría de las gentes del pueblo. Hijo y nieto de mineros, había
conseguido llegar a barrenero gracias a sus muchas habilidades, que hacían de
él un hombre para todo. Se había casado hacía ya casi treinta años con Matilde
y su viaje de novios duró lo que tardaron en llegar a su nueva casa desde la
iglesia. En aquella época no había dinero para más. La luna de miel quedaba
para los ricos. Los pobres habían de conformarse con la luna, que ni siquiera
con miel.
Matilde, sin
embargo, era una mujer gruesa, aunque comía igual o menos que su marido. Ella
decía que se debía a constitución natural y a los tres embarazos por los que
había pasado. Creyente en Dios y en cuantas vírgenes y santos pudieran
inventarse, siempre estaba atenta a las necesidades de su marido y de sus
hijos. De las que podía atender, claro; había otras que ni ella ni la inmensa
mayoría de los vecinos llegaba a poder cubrir. Ama de casa, como el noventa y
nueve por ciento de las mujeres mineras, rebosaba bondad.
Habían
pasado muchas vicisitudes juntos. Habían conocido el miedo, el hambre y la
incertidumbre del día después. Se casaron en el convulso año de 1917, unos
meses antes de la gran huelga general que paralizó el país y que se sintió de
manera especial en la comarca minera onubense. El miedo a la represión por
parte de las tropas del ejército y la postrera intervención del entonces
Director de la Compañía, Walter J. Browning, pusieron fin al conflicto, aunque
los trabajadores sentían que había servido para poco su esfuerzo.
Tres años
más tarde nacería Cristóbal. Y lo haría en otro año de infausto recuerdo para
el pueblo de Riotinto: 1920. La caída en la exportación de mineral, unida a las
consecuencias del fin de la primera gran guerra mundial, habían hecho que
mermaran drásticamente los salarios. Esto, junto al creciente sentimiento anti
británico, llevó a una huelga seguida por la práctica totalidad de la
plantilla. Unos once mil trabajadores la secundarían entre marzo y abril. Tras
unos pocos meses de vuelta a la actividad, el conflicto se recrudecería a
partir de agosto. La terrorífica situación de hambre y el agotamiento llevaría
a los mineros a deponer su actitud a finales de enero de 1921.
La
imposibilidad de dar de comer a los hijos en aquella situación hizo que
alrededor de tres mil niños fueran dados en acogida; en unos casos de manera
temporal y en otros definitiva, partiendo en numerosos trenes desde las
estaciones de los pueblos de la comarca con destino a diferentes puntos de la
geografía nacional.
“...la
verdadera causa de la huelga es la conducta del director, que es un negrero de
Indias apaleador de esclavos. Desde 1912 está desarrollando una política
canibalesca, antisocial y bárbara...” publicaba el periódico “El Socialista” el
día 30 de junio de 1920, refiriéndose a la figura del Director de la Compañía,
Mr. Walter J. Browning.
Las consecuencias
del conflicto fueron dramáticas: cerca de tres mil obreros directamente
represaliados, emigración de muchos trabajadores, desmantelamiento de las
organizaciones sindicales y disminución de los representantes republicanos y
socialistas en la provincia, además de la mencionada salida de los niños de la
zona.
El
sentimiento anti británico no fue exclusivo de la comarca minera de Riotinto.
En 1921, el presidente del gobierno, Eduardo Dato, firmó un tratado derogatorio
con Gran Bretaña, imponiendo un importante aumento de la imposición directa a
las compañías extranjeras.
Los
trabajadores de la mina en particular y la población de toda la zona en
general, serían las víctimas de unas y otras circunstancias. Se apagaría con
ello la lucha por conseguir mejoras sociales y económicas durante una década.
Matilde y
Serafín sobrevivían a duras penas con su pequeño Cristóbal. El hecho de que
fuera su único hijo y que los pocos recursos de la familia se destinaran casi
íntegramente a su cuidado y atención, hizo que no tuviera que ser dado en
adopción. Aquello frenaría, no obstante,
las ganas de sus padres de tener más hijos durante casi quince años, de
ahí la diferencia de edad entre el hermano mayor y los pequeños y la poca
presencia de jóvenes en el pueblo de la edad de Cristóbal.
Éste, ahora
con veinticinco años, se había convertido en un muchacho fuerte y no gracias a
la alimentación equilibrada, sino a los esfuerzos que, desde hacía ya más de
diez años, desarrollaba en el trabajo. Sus padres se preguntaban a quién habría
salido con aquella altura que rayaba el metro ochenta, poco frecuente en la
época, a lo que la abuela materna siempre respondía que a un hermano suyo
muerto en accidente en la mina años atrás. Su cabello negro y lacio hacía
reflejarse cualquier rayo de luz por pequeño que fuera. De todas formas, lo más
característico del joven eran sus ojos. Negros hasta el abuso, lo dotaban de
una mirada profunda y hermosa. A menudo la sombra de su inseparable gorra
descansaba sobre ellos.
Mercedes,
hija única también, se libró del acogimiento por la misma razón. Sus padres no
se arriesgarían a tener más hijos una vez mejoraron algo las condiciones de
vida. Con un año menos que Cristóbal, se había convertido en una muchacha de
estatura media, cabello castaño y tez blanca sobre la que se esparcía un grupo
de pecas que le conferían una gracia especial a su rostro.
Cuando
Serafín se sentó en el sillón, Matilde comentó que todo su trabajo para el
resto del día iba a ser dedicarse a recibir las visitas de vecinos y conocidos
y a atender a su marido. Tomás y Carmencita se sentaron en el suelo, uno a cada
lado de su padre. En ese momento se escuchó llamar a la puerta la primera de
las numerosas ocasiones. Los allegados no sólo iban a interesarse por el estado
de Serafín sino que, como era costumbre, obsequiaban al convaleciente con
algunos productos. En las circunstancias aquellas, poca gente tenía la fortuna
de poder llevar algo extraordinario, pero no faltaba en ningún visitante alguna
pieza de fruta o algún humilde bizcocho hecho a base de pan duro con leche o
castañas.
La casa de
la familia había sido construida, como todas las de la barriada, por la
compañía minera a semejanza de las pequeñas casas galesas de los mineros.
Edificada con las propias piedras que daba el terreno y argamasa, sus muros
eran de un gran espesor y constaba de dos habitaciones contiguas situadas en el
lado derecho de un pasillo que se agrandaba en dos espacios, convirtiendo a
éstos en recibidor el primero y sala de estar el segundo. Las familias
numerosas se veían obligadas a hacer la vida en el primer espacio y utilizar el
segundo como habitación también. Al final del pasillo se hallaba una pequeña
cocina y por ésta se accedía al patio, la pieza más amplia de la vivienda.
Todas las casas contaban con un desván o “doblado” como se conoce en la zona,
sin ventilación, de poca altura y que se utilizaba para el almacenaje de
objetos.
Cristóbal
salió de la casa y se dirigió al lugar desde donde, días antes, había visto las
primeras consecuencias de la voladura que causó el accidente de su padre.
Necesitaba calmar el agobio que le había supuesto verlo volver de aquella guisa
a su casa. Se sentó en una piedra y miró al Cerro Colorado. Había visto, desde
pequeño, cómo iba menguando aquella mole merced a las detonaciones y
extracciones de mineral. Por encima de la línea de aquella montaña de color
ocre rojizo se divisaban ya los pinares que hacían de frontera entre la comarca
minera y la sierra de Aracena. En la falda sur del monte, un estrecho valle donde
destacaban las líneas del ferrocarril, la serpenteante carretera que unía
Riotinto con Nerva y la barriada de La Mina, de casas amplias, centro
neurálgico del pueblo años atrás, ya en esa época viviendo sus últimos años de
existencia por el avance de la actividad minera.
El muchacho
se levantó y se dirigió al lado opuesto de la pequeña barriada. Desde allí
observó cómo iba creciendo la reciente barriada de El Valle, donde vivía su
novia Mercedes. En este caso entre ambas barriadas se veían más vías del
ferrocarril minero, la zona de Vistalegre, una manzana de casas algo más
grandes, la estación de tren, el campo de fútbol, el cine y, a lo lejos, la
barriada de Bellavista, con sus grandes casas de estilo victoriano.
Se giró y
observó su barriada desde aquella última calle. Dividida en dos por la
carretera, él vivía en la parte de abajo. En la de arriba, además de casas algo
más pequeñas que la suya, se encontraba el Cuartel de la Guardia Civil, un bar
con una amplia sala y unos puestos donde se vendían los productos más básicos
como pan, leche, frutas y verduras.
Conocía
Cristóbal de la variable localización de la localidad en función de los
trabajos en la mina y se preguntaba si el pueblo tendría alguna vez una
localización definitiva. Ya cuando la tarde iba cayendo, antes de regresar a su
casa, se acercó a ver a su novia.
Al día
siguiente de la vuelta al domicilio del herido, un coche negro se detenía en la
puerta y, tras él, todo el polvo que levantó en aquella calle, como las demás,
de tierra. Del coche se bajó su joven conductor y, tras esperar que el polvo se
disipara, abrió la puerta trasera para que también pudiera apearse el pasajero.
Matilde, que se encontraba en la puerta barriendo hojas de árboles y
piedrecillas, enseguida se percató de quien era. Diligente, se quitó el
delantal, se estiró la blusa y alisó el pelo al tiempo que hacía ocultar, tras
de sí, el escobón.
-
Mister
Richard. Buenas tardes -dijo la mujer.
-
Hello.
¿Vive aquí hombre de acsidente en mina? -dijo aquel hombre al tiempo que se
quitaba el sombrero.
-
Aquí
vive, Mister Richard. Ésta es su casa. Bueno, suya y de usted.
-
¿Es
usted su wife?
-
¿Perdone,
Míster Richard?
-
Su
esposa -dijo el conductor que, en un segundo plano, junto al coche, atendía por
si era necesaria su intervención.
-
Servidora,
Mister Richard. Servidora es guaif.
-
Mi
querer integesar por marido -dijo de nuevo Mister Richard pronunciando la “r”
unas veces, otras omitiéndola y emitiendo un sonido levemente gutural que la
sustituía la mayoría de ellas.
-
Pase
usted, señor. Usted delante, por favor -dijo abriendo de par en par la
puerta, descorriendo la cortina y
escondiendo allí el escobón. Una vez dentro, hizo señas a sus hijos Tomás y
Carmencita para que salieran de la casa.
-
Tiene
usted casa limpia. Pequeña pero limpia.
-
Una
es pobre pero limpia y honrada, Mister Richard. Pase, pase. Mi marido está
acostado porque le dolía mucho la pierna. Bueno, la no pierna. Me refiero a lo
que le queda. Si hubiera sabido que venía usted, se habría levantado. Usted
sabrá disculparlo.
-
No
hay nada que disculpar. ¿Y este joven?
-
Mi
hijo Cristóbal, Mister Richard. Buen minero desde que era un niño casi. Muy
trabajador y honrado.
-
Mister
Richard, buenas tardes -dijo Cristóbal abotonándose la camisa.
-
Good
afternoon, joven.
-
Pase,
Mister Richard, ésta es la habitación.
-
Good
afternoon, Afín. ¿Cómo se encuentra tú?
-
Vamos
tirando, Mister Richard. Es Serafín si a usted no le viene mal, pero puede
llamarme como guste.
-
Oh,
excuse me, Seafín. Mala suerte acsidente. Mi quiegue decir sentir mucho lo
ocurido.
-
Muchas
gracias, Mister Richard. Cosas que pasan. Esta vez me tocó a mí y ya ve usted.
-
Pudo
ser peor, Segafín. Hay siempe que consolagse pensando pudo ser peor.
-
Tiene
usted toda la razón, Mister Richard. Eso digo yo a mi marido. Y que se anime.
-
Su
wife tiene una rasón. Escuche su wife poque habla inteligente.
-
¿Quiere
usted un vaso de agua, Mister Richard? -ofreció Matilde.
-
No,
thank you, señoga. Ya retirar. Sólo vinido a peguntar por marido y desear ponta
recuperasión.
-
Eso
deseamos todos, Mister Richard, que se anime y recupere lo antes posible mi
padre -intervino Cristóbal.
-
Hijo
hablar inteligente también, Seafín. Usted atender wife y a hijo.
-
A
ver si le hace caso a usted, Mister Richard, porque lleva, desde el accidente,
con la cabeza gacha -comentó Matilde.
-
Hay
que levantar cabeza y mejorar ánimo.
-
Y
que intentar coger fuerzas, Mister Richard. Ese cuerpo no hay quien lo mueva
por muy delgado que se le ve. Tiene que intentar coger fuerzas para levantarse
y acostarse solo. Mi hijo es el que lo mueve, pero claro, cuando está en casa y
no trabajando.
-
No
peocupar tú. Yo disponer para que tu hijo no tabajar dos días y ayudar father.
¿Son suficientes para animar Seafín?
-
Muchas
gracias, Mister Richard. No pretendía yo que usted, que mi hijo, que yo dijera,
que fuera usted a pensar...
-
Yo
no entiende, siñora.
-
Que
no quería servidora abusar, no pretendía que librara a mi Cristóbal de
trabajar, Dios lo sabe. Era sólo decir que es quien maneja al padre para
moverlo y asearlo.
-
No
peocupe tú. Ni uno problema. Hijo no tabajar dos días.
-
Seafín,
mi preguntaré por tú. Hope usted mejores.
-
Gracias,
Mister Richard. Me ha dado mucho ánimo, se lo digo de corazón -le dijo Serafín.
-
Adiós
entonces, Seafín y, repito, cuídese tú.
Mister
Richard volvió a ponerse su elegante sombrero y salió de la casa llevando
consigo aquella forma extraña de hablar que resultaba simpática a los nativos
del pueblo. Se dirigió al coche donde el conductor ya esperaba con la puerta de
atrás abierta.
-
Good
afternoon a dos -dijo el extranjero despidiéndose de madre e hijo que habían
salido a despedir a la visita a la puerta.
-
Gufernún,
Mister Richard -dijo Matilde.
-
Buenas
tardes y muchas gracias -se despidió Cristóbal.
Tras
sentarse el pasajero, el conductor saludó con un gesto de cabeza a madre e
hijo. La madre, pendiente de Mister Richard, ni siquiera advirtió el gesto.
Cristóbal devolvió el saludo al joven de la misma manera.
-
¡Qué
buena persona es Mister Richard! -comentó Matilde mientras el coche se alejaba.
-
¡Si
usted lo dice, madre!
-
Lo
digo yo y todo el mundo. Para mí que es el mejor de los ingleses. Y su señora,
¡qué elegante y buena moza se la ve!
-
Al
menos ha tenido la cosa de darme dos días de descanso para ayudar a padre.
-
Ya
te digo yo que es el mejor de todos. Hay quien cuenta que, si necesitas algo,
sólo puedes ir a hablar con Mister Richard. Es el único que te escucha.
-
Otra
cosa es que entienda -dijo Cristóbal de nuevo.
-
¡Claro
que entiende! ¡Qué cosas tiene este hijo mío! ¡Cómo no va a entender si habla
dos idiomas! Entenderá el doble que tú y que yo, ¿no?
Alfonso Pedro.